
UN VERANO MUY GAZO
(novela con gacería)
PRIMERA PARTE
EL REENCUENTRO ANUAL
Por fin el rodoso llegaba a la plaza de la jaima del vilorio de destino. Ya eran arba los días trascurridos desde que partieron del Vilorio Sierte.
Como cada brejé y ya había perdido la cuenta de cuantos fueron, en la mañana de San Marcos, Fausto y su familia tomaban la polvorosa con rumbo a los vilaches donde vender los chiflos fabricados en el otoño y el invierno pasados, como hicieron sus sievos y los sievos de sus sievos durante generaciones.
En esta ocasión el tiempo y las averías les respetaron; no como el anterior que llovió gran parte del camino y para colmo se descuajeringo un rayo de la rueda, que hizo que tardaran una jornada más. Esta temporada las mañanas lució el sol y con temperaturas agradables y en las noches hacía fole, sin llegar a helura
Era un singular espectáculo la llegada de los chifleros con todos sus archiperres.
Los estillosos, tumbados en la tabla rejera del carro, ordenados de mayor a menor tamaño. En el interior de los huecos que dejaban se veían las ochavas, dentro del vientre de estas los celemines y harneros pitoches con rejilla fina, como los que usaban de coladores en los culisores de las pautras.
En difícil equilibrio sobre todo ello y desafiando a la gravedad, rilateras de taburetes colocados con gran habilidad. Por los telares, atados a las estaquillas colgaban las bricas, cedazos y alguna que otra banqueta. En el cajón inferior se guardaban los mazos, escoplos, martillos, chiflas, tallifos, alambres y todas las herramientas necesarias para las reparaciones que llevarán a cabo a lo largo del verano.
Encabezaba la comitiva el briquero tirando del ramal cerca de la mollerera del tisarro que estaba entre varas. A su lado caminaba Juana, su siona, una mujer delgada y fibrosa, de mirada clara y afable. Agarrada a la saya de esta se dicaba a María Luisa, la pitoche del clan, justo detrás de ellas siguiendo sus pasos se encontraba Laura, motarda maja, bien proporcionada y que pulía más músculos que los motilones de su edad. Cerrando el grupo y agarrando la barra del freno, por si tuviera que usarlo en algún momento, se hallaba Joaquín, un motilón espelujao, que a muchos les parecía ser un pansinsal, pero era un lebrel que se cusquiaba de todo.
Apenas pisaron la plazoleta ya pudieron guilar al fondo de la misma el talón donde se alojaban brejé tras brejé.
En su entrada se atervaba a la señora Martina, la talonera, siona oronda y rebosante de simpatía. A pesar de la distancia se podían apreciar sus mejillas rojas, que parecían cresta de carlista.
Vestía filosa, jubón y basquiña todo negro, así como el pañuelo que cubría sus hombros, pues guardaba un luto casi permanente y unas andantas bastante puretas del mismo color.
—¡Miguel, Miguel! —Se la oye llamar con insistencia, a la vez que gira la monda hacia el establecimiento— ¡que ya están aquí los trilleros!
Al punto aparece por la puerta el tío “Miguelón” el talonero. Hombre recio de grandes entradas, que son tapadas por una gallarusa sin capar.
Viste una filosa sin cuellos, chaleco oscuro perfectamente abotonado, donde se guila como en uno de los botones hay enganchada una cadena de plata en la que esta unido el reloj que descansa en uno de sus bolsillos. El pantalón de pana negra muy andado y alpargatas de cáñamo.
—¡Fausto! —exclama desde el talón,
—¡Señor Miguel! —le replica este mientras se abrazan dándose al unísono sendas palmadas en las espaldas, que resuenan en medio vilorio,
—Aquí otra temporada de nuevo—garlea el briquero.
—Y que sean bastantes más y las veamos todos —le responde el anfitrión—. ¿Cómo ha ido el invierno, mucho frio?
—Como siempre, ya sabes que a nosotros por allá no nos faltan las nieves y heladas para curar bien la matanza —le fala con un gesto de complicidad.
El señor Miguelón, soltándose del recién llegado fija la mirada en la siona del chiflero y la espeta:
—Cada año te veo más joven Juana.
—Eso demuestra que tú estás más viejo y que te falla la vista —le contesta con una sonrisa ella y se acerca para plantar ambos besos sobre las mejillas del man.
Desde detrás del grupo se oye a Laura decir a buen volumen:
—¿Y a mí qué, me encuentra más vieja?
—¡Anda leches! si parece que es la Laurita, pensé que te habían dejado en el pueblo y contratado una criada para que les ayudara —faló él soltando una fuerte carcajada—. ¡Pero si eras apenas una niña!
—Antes de que me saquen más los colores ¿Dónde está la Felipa? —pregunta la motilona.
—Donde va a estar, en la cocina trajinando y pensado a saber que —responde la anfitriona.
—O en quien —entra en la conversación Juana.
—Pues que yo no me entere —resuena el vozarrón del propietario del talón—, que echo mano de la quitapenas y lo deslomo.
Ahora la carcajada era general.
—Anda —ordena la chiflera a su motarda—, acércate y la ayudas con la comida y no le deis mucho a la muy.
—Tú Joaquinete ¿no te cuentas nada? —interroga Martina girándose hacia el motilón.
Este, que estaba colocando los mozos al carro para que estuviera algo más cómodo el tisarro, garlea todo serio:
—Yo lo que tengo es mucha lusa —Expresión que provocó más risas.
—Y tú pequeña ¿qué haces? —le fala la talonera a la pitoche, que se medio esconde entre los manteos de su sieva—, ¿me das un beso?
Con su pregunta la siona provoca que la motardina se esconda hasta desaparecer tras la briquera.
—Ya sabes que esta me ha salió una esaboría —la contesta la cantalejana.
—Bueno —dice Miguel dirigiéndose al matrimonio—, ya está preparada la habitación de siempre para vosotros. En la alcoba de al lado de la vuestra, hemos puesto solo una cama para las chicas, si viniera tu sobrina nos avisas y ponemos otra.
Al chaval le va a tocar dormir unos días en el pajar, en tanto dure la feria. Luego ya le preparamos un aposento digno —mientras, dicaba furtivamente al motardo por guilar si ponía cara de disgusto.
Joaquín intentaba disimular su alegría, si por él fuera pasaría todo el verano en el estobar. Pues si bien no era el lugar más acogedor del mundo, en cambio le facilitaba una libertad de movimientos que no tendría al sorniar dentro del talón.
Cuando sus obligaciones se lo permitían, solía hacer escapadas al anochecer y esconderse por las cercanías de la fuente a donde se llegaban las motilonas con los cascosos de ura para llenarlos y de paso pelar la pava con sus pretendientes. Le divertía atervar la garleación que se traían los enamorados.
De vez en cuando, alguna pareja se ocultaba en las sombras que proporcionaba la alta torre de la jaima. Hasta que alguien daba el queo con la llegada de sionas, que preocupadas con la tardanza de sus motardinas, se aproximaban al chorro con otro cascorro como disimulando y entonces regresaban las parejas desaparecidas. Ellas atusándose las vestiduras y los manes volvían a desaparecer en las polvorosas de los alrededores, excepto los ennoviados formales, que sonreían recordando que hacía poco tiempo tenían que ser ellos los que lotaban para esconderse.
También disfrutaba escuchando los sonidos del estobar que se encontraba sobre las mandorreras. Escuchaba el ululato de la lechuza al acecho de algún roedor, con la competencia directa de los garcía que por allí rondaban y que eran imposibles de detectar.
En las noches de bochorno gustaba de sornear al moyano, atervando las estrellas y sorniarse arrullado con el canto de los grillos y las ranas.
De repente su sievo le saca de estos pensamientos garleándole:
—A ver Juaquinete, ahora llevas el carro al corral, le aseguras con los tente-mozos. Sueltas a los tisarros y los dejas en la mandorrera, les botas ura, maíza y algo de estoba y cuida bien al nuevo, que se ha portado siertería.
Le falaba esto mientras dicaba al macho que compraron el invierno pasado a su cuñado Aquilino que se pulía tratante de mandorros. Le vendió un tisarro burreño de salba brejés y reiso negro. Según le comento, no tenía ni tacha ni vicio alguno; virtudes que pudo comprobar en este viaje, ya que apenas tuvieron que enganchar al “morgas”, un mandorro romo con más de diez abriles, el otro jumento con el que contaba la familia.
El animal valía los mil quinientos plantines que tendrían que pagar por él y que el hermano de su mujer les había hecho el favor para que lo hicieran en dos veces. El primer pago sería el día de San Luis del presente año y el segundo por Santiago del próximo.
—Después te acercas al culisor a minchar, mañana descargaremos y dejamos en el rodoso un chiflo grande y la pareja de pitoches que hicimos para el sacristán y se los llevamos a primera hora.
El joven asintió con la monda y salió espirdangao a cumplir las tareas asignadas.
A continuación Fausto se giró para seguir al resto de familiares, que junto a los taloneros ya traspasaban el portalón que daba acceso a un enorme patio, todo él empedrado con cantos redondeados que evitan que en los días de lluvia se embarrasen las andantas.
A la diestra se atervaban algunas picanterras escarbando en unos restos de triunfas. Un poco más al fondo el carlista paseaba orgulloso mostrando sus colores acerados y soltando de cuando en cuando su quiquiriquí para marcar su territorio. Detrás de ellos se hallaba el gumarrero, a su lado se guipaban las mandorreras y adosado a su pared un gran almacén, hacia el que se dirigía Joaquín.
Sobre todo ello, un sobrado donde se podían guilar algún surrapeiro de maízo, varias barazas y prosa estoba, que usaban tanto para los animales como para llenar surrapeiras y utilizarlas como piltras.
En la fachada del edificio principal estaba el paso en sí al establecimiento, una puerta en forma de arco, coronada por una frondosa parra.
Traspasada esta, en la zona derecha, un espacio diáfano que servía como zona para misir. Ancladas a una de las paredes, unas estanterías con piñatos, cascosas y varios cascorros. Frente a ellas, un mostrador de astilloso de temblón que se utilizaba como barra de bayuca.
Atendiendo este se encontraba una motilona, que se afanaba en servir unos moles a los pocos parroquianos que ocupaban las guaque mesas que pulían para las misisiones. En una de estas salba manes daban buena cuenta de un cascoso de bayorte y piniaban picosas a golpe de pota.
En la parte izquierda del local se dicaba la escalera por la que se llegaba hasta los sorniaderos y entre esta y el minchador se atervaba la entrada al culisor.
La joven y los ocupantes del bayuco saludaron afablemente a los recién llegados, hacía mucho tiempo que eran conocidos, algunos desde motardines y se emplazaron para verse en próximas ocasiones para falar de lo acontecido durante el invierno.
Acto seguido el cabeza de familia, Juana y la pitoche, se encaminaron hacia los aposentos para dejar los hatillos en las habitaciones, en tanto los dueños entraron en el culisor.
Esta era una estancia espaciosa, con una mesa enorme que ocupaba el centro de la misma. Al fondo un espectacular hogar de lumbre baja, con sus trébedes y un par de calderas que colgaban de cadenas. En el interior ardían unos troncos y al amor de la lumbre se dican los piñatos con la misisión para la jornada.
Atendiendo a las tizneras se diquelaba a las dos motardas, que estaban poniéndose al día de sus cosas.
La motardina de los taloneros era tan solo un par de brejés mayor que Laura y trataba a esta como hermana puesto que la vio nacer, echo que ocurrió en este mismo talón y pasaban muchas horas juntas cuando la sieva salía a enchinar.
La Martina apremió a las jóvenes para que prepararan los cubiertos, ya que cedo manducarían.
Media hora más tarde se encontraban todos a la espera de Joaquín sentados y en animada entre, garleando de los acontecimientos ocurridos en los meses que habían estando separados y esperando para misir las triunfas con urdalla de velloso que Felipa preparó con esmero.
De pronto apareció en la puerta el motilón, que con la cara desencajada y de forma atropellada faló:
—¡Sievo, sievo, han piniado a Pedro el mequero! —espetó el garcín.
—¿Las ha pirriado Pedro el mequero?—preguntó Fausto.
—No sievo, que le han piniado, que le han quillado con la chafarota. Que he atervado como se lo garleaba el estafaperdines al embrollón de sinífaros —respondió el motardo.
Continuará… si quereis
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